martes, 16 de agosto de 2011

Reflexión


Una no sabe cuando va a pasar. No está preparada para que pase y de pronto, un buen día, cae la última gota así, arrastrándose lentamente hasta tocar el piso. Y recién al cabo de un tiempo se advierte la interrupción, se escucha por fin el silencio; se terminó. Cuesta un rato acostumbrarse a la sensación, pero se vació por fin el vaso. Acabó la tortura.

No se siente tristeza, ni un nudo en el estómago, se llora tal vez. Sí, sí, eso más que seguro. Se llora mucho, a veces silenciosa y tranquilamente, otras un poco más fuerte, pero siempre, siempre de sorpresa hasta que también brota “una” lágrima que es la última. Y después no se llora más. Nunca más así.

Y una que creía que eso no podría pasar jamás, al día siguiente se levanta más liviana. Y de pronto mira hacia unos pocos días atrás y le parece increíble lo que ve.
Pero también, “pensarse” y “verse” desde un nuevo lugar, a penas estrenado produce angustia y miedo, porque resulta que una se ve toda, la que fue y la que es y entre aquella y esta no sólo pasó el tiempo, pasó una Ilusión. Y entonces, repasa por primera vez las cosas que aprendió durante ese tramo del camino. Las que la fortalecieron, las que le dieron otro ángulo a su mirada, la que hicieron que reconociera sus grietas y le perdiera miedo al abismo. Y sí, claro, aunque sea obvio que ha sido sólo un paso,  todo sirvió para crecer, lo que no quita que en algún lugar, para las personas como yo, que aún rescatamos ese sentido mágico y maravilloso de la palabra, siempre dé pena perder una Ilusión, (por más infantil que sea).